Almendros sin flor

La floración del almendro es una de los fenómenos naturales más bellos que se pueden presenciar en Alicante. Bancales infinitos, secos, gobernados por las tonalidades marrones, de repente se tiñen de blanco y rosa, y nos recuerdan que el invierno siempre acaba, que la vida se abre paso y que los días vuelven a ganarle el pulso a las noches. Sin embargo, yo no he apreciado de este fenómeno hasta hace unos pocos años. Para mí, los almendros siempre han sido árboles ásperos; con sus pequeñas hojas y frutos verdes que a lo largo del verano se secaban para dar lugar a un ritual de infancia. Varear y partir almendras con piedras era una forma de compartir tiempo con mis abuelos. El escenario de este ritual era la casa que nuestra casa del Maigmó.

Allí, en parte baja de la sierra, cruzando la autovía por la carretera de la gasolinera, he pasado toda mi infancia. Porque la infancia de uno, si lo piensas, son los veranos, los eternos veranos en los que mi escuela eran una pelota, mi bicicleta, el club Megatrix y, precisamente, los almendros. Yo, que nunca he sido un gran imaginador, al menos que recuerde, incluso intente forzarme a ser amigo de uno de ellos. Como aquel personaje de Ed, Edd y Eddie que tenía una fuerte amistad con una tabla, durante un verano, a mis ocho o nueve años, subía diariamente a ver a mi amigo, el Almendro Miki (de Mickey Mouse, supongo), una suerte de acompañante que siempre me atendía cuando mi hermano pequeño ya no me proporcionaba divertimento. Ahora que lo pienso, no creo que fuera casualidad que eligiera un robusto y cercano almendro (el que estaba justo frente a la escalera que subía al 'Bancal de Arriba') como amigo imaginario, y no una tabla o una rama. El desarrollo de mi responsabilidad afectiva durante el primer tercio de mi vida fue bastante deficiente, patriarcal; por lo que yo, hombre, veía incoscientemente más factible hacerme cargo de la amistad con un almendro. Miki siempre había estado allí, insignificante testigo de mi vida. Ignorado durante años, esperando a que ese niño risueño y complaciente se acercase a él. Yo subía cada mañana a ver como estaba el almendro, le contaba qué había desayunado o qué le había pasado a Goku esa mañana. Miki dejaba que yo subiera a sus ramas y desde vigilábamos juntos lo que hacían y deshacían mis abuelos. Ese año Miki y yo fuimos los mejores amigos.

La relación con Miki, sin embargo, fue fugaz, y apenas ese verano. De hecho, ese fue uno de los últimos veranos que pasaría en la casa del Maigmó. Un verano después, ya tenía más interés en los videojuegos que en el bancal. Una suerte de nece(si)dad que mis padres obraron en su ardua tarea de conquistar el amor de su hijo con cosas que nos llenasen el alma durante el tiempo que ellos pasaban fuera trabajando. Tarde años en darme cuenta de que mi vacío interior no se puede llenar con cosas. Más bien son como un vinilo opaco que no deja ver lo que se nos mueve dentro. Pero esta no es la historia del niño que abandonó la tierra por culpa de los videojuegos. Es la historia de una familia que renunció a la poca identidad que tenía porque, paradójicamente, nunca se creyó parte de nada. Nosotros éramos el Maigmó, el sueño de un abuelo trabajador y distante, que compro un terreno y levantó una casa con el sudor de su frente; robándose el tiempo de calidad junto a su familia para levantar un austero tempo al que escapar, para respirar y compartir. Y los sueños acaban. De repente despertamos, porque mis padres decidieron comprar un chalet con piscina, mucho terreno y grandes posibilidades. Tan grandes que acabaron aplastando a la casa del Maigmó. Mis abuelos, desconcertados, decidieron que no era necesario una ermita si no había feligreses que la llenasen con su esperanza. Perdieron la fe en aquello que construyeron, se echaron a un lado, y sucumbieron al desarraigo proletario. Ese sentimiento nos hace pensar que no formamos parte de nada porque lo que tenemos es pequeño y de corto recorrido; mis abuelos, con menos de 55 años, decidieron amoldarse a los deseos y anhelos de mis padres y vender la casa del Maigmó al hijo de un vecino de la sierra.

Con esa venta, sin darme cuenta, se fue un trocito de mí. Un trocito que llama a la puerta de mis entrañas a menudo porque se siente solo, invalidado, silenciado e poco merecedor de bancal, de sierra, de aire limpio. Un niño escondido que sueña, con volver al Maigmó, y al que estoy escuchando con atención y dando la mano para, en cuanto tengamos la fuerza suficiente, volver a formar parte de otro templo austero que huela a tierra seca y romero; uno en el que hundirse hasta los tobillos al caminar por sus jardines; uno en el que sentir que los almendros son algo más que una excursión en febrero para hacer fotos con el móvil. No necesito que sea mío, ni que sea nuevo. Solo habitarlo para conectar de verdad con ese niño que fui para poder conectar de verdad con los niños que vienen.