Mi perra vida temporada 2025, episodio 36.
Relato - La guitarra del vagabundo
La guitarra del vagabundo
La tarde fue degenerando al mismo paso tedioso que mi jornada de trabajo, por si eso no fuera suficiente al tomar mis cosas para abandonar la oficina, la oscuridad y la contaminación ocultaban unas nubes traidoras, que silenciosas y tímidas esperaban a que me subiera a la bicicleta. Tras pedalear unos minutos y con varios kilómetros pendientes, la lluvia azotó con esa intensidad que buscaba enjuagarme hasta los pecados. Entre lidiar con los automovilistas, cuya intolerancia e impericia son hidrofílicos y mantener el equilibrio para evitar un resbalón accidental, un charco desleal ocultaba un bache que albergaba un tornillo dispuesto a ser el artífice de mis infortunios. A esas alturas, o bajuras, de la tarde casi noche, ya sólo queda asumir resignación y contención de daños, no podía permitirme que mi suerte empeorara, me estaba acercando peligrosamente al desastre, afortunadamente se veía a lo lejos un paso a desnivel que me protegería de la lluvia y usarla como zona de pits para cambiar la llanta perforada. Al acercarme a ese paradójico oasis, ubico a un ocupante que tuvo la misma necesidad que yo. Mis prejuicios se activan al ver que es un indigente que cumple con el estereotipo, me llama la atención que la lluvia que era capaz de limpiar mi percudido corazón, a este hombre no le alcanzó para borrar los meses de sudor y sufrimiento incrustados en el rostro. Apoyado en la pared tiritaba de frío, aunque a un lado una gruesa chamarra tapaba parcialmente una guitarra, asumo que lo hace para alejarla de miradas ajenas. Cumpliendo el canon de mi sociedad y al ver que no es un peligro (aparente) decido ignorarlo y desplegar los instrumentos de mecánica elemental, para verificar si las docenas de videos que me distraen de las actividades por las que recibo un insuficiente estipendio mensual han logrado su objetivo. Tras quince minutos fracaso ininterrumpidamente así que, comienzo a maldecir a Maria, José y el niño que está en la cuna, lo cual esperadamente no ayuda a que pueda montar el aro de goma en su contraparte de metal. Mi ira asesina hace que baje la guardia y con un susto que casi hace que se me pare el corazón en diástole, veo al vagabundo a mi lado.
-¿Quieres que te ayude güero? – me dice sumiso, como quien espera unos palos por respuesta.
Siendo la peor persona que puedo ser y sin separar la mirada de la bicicleta, le respondo seco con un monosílabo, y me acerco las herramientas en modo casi ofensivo. En mi infinita idiotez olvido que si quisiera robarme o hacerme daño, no me lo avisaría con tanta amabilidad. Reconsidero mi actuar y pienso que este hombre no tiene la culpa de que mi empleador tenga deficiencia congénita de escrúpulos, ni de que a los aztecas junto con mis padres decidieran montar un hogar en lo que antes era un lago, o de que el cambio climático haya ocasionado lluvias dignas de exigirle horas extra a Noé. Fiel a mi limitada capacidad para enmendar mis no pocos arrebatos irracionales, sigo pensando en cómo disculparme por el modo injusto que tengo de maltratar a los indefensos. Al menos dejo de quejarme de mi perra vida, imaginando que la del vagabundo supera logarítmicamente mi escala de desgracias. Como si mis inútiles remordimientos fueran insuficientes, el tipo regresó al lado de su cobijada guitarra, se sienta estirando las piernas y con delicadeza descubre a su compañera que, contrario al aspecto de su dueño, está inmaculada. Arropa el instrumento entre sus brazos, y tras unos acordes para afinarla comienza a tocar, a modo de ayuda por mi analfabetismo en mecánica ciclista elemental. Como perro escuchando a Mozart, comienzo a tranquilizarme, al grado que inadvertidamente me quedo apoyado en la pared de ese bajo puente con las herramientas en las manos, escuchando milagros provenientes de esas cuerdas amarradas a una caja de resonancia. Salgo de mi asombro para hundirme en lo inaudito cuando escucho tocar La Catedral de Agustín Barrios Mangoré, una pieza de música clásica que pocos virtuosos pueden ejecutar con decencia, y por lo que a mi respecta, lo que presenciaba superaba por mucho mis grabaciones de John Williams. Siendo tan imprudente como irredento, apenas termina la ejecución le interrogo.
-¿Eres músico?
El tipo voltea hacia a mí, pero mirando más hacía el horizonte fustigado por la lluvia, afirma suave con la cabeza, se percata que le he descubierto o al menos en parte.
-No es nada fácil lo que estás haciendo -mientras le digo, no se si me refiero a vivir en la calle o tocar la guitarra con tanto dominio. -Siempre se me ha dado la música, pero en especial la guitarra. -Seguro tus padres te introdujeron muy joven –le dije fallando en sonar absurdo. -Mis padres murieron en el temblor de 1985, estaban en uno de los edificios de oficinas que se cayeron. Creo que es la única herencia que me dejaron, ser huérfanos, ellos también lo eran. En la guardería donde me dejaban por la mañana, hicieron lo esperable cuando no volvieron por mi. Fui creciendo en una casa hogar que, malogradamente mantenía un grupo de voluntarios que así conseguían algo de reputación. Creo que en esa época no había mucha demanda por adoptar damnificados de desastres naturales. Así que pasé buena parte de mi infancia con otros como yo. -¿Ahí te enseñaron a tocar así? -No, ahí me enseñaron a tocar, y me ayudaron a salir de ese ambiente. Apenas cumplías dieciséis años y con eufemismos sociales te arrojaban a la calle, te imaginarás lo que pasaba, ¿no?. -¿Desde entonces vives como vagabundo? – le dije como si hubiera resuelto el acertijo. -El profesor del taller de música se dio cuenta que la guitarra y yo nos llevábamos muy bien, y aunque él se esforzaba por enseñarme lo mejor, sabía que lo superaba rápidamente. Intentó hacer cambiar mi destino, pero como puedes ver hay cosas inamovibles.
Yo estaba confundido, para entonces mi interés por llegar a casa había sido sustituido por la necesidad de saber que ocurrió en la vida del virtuoso pordiosero. -No entiendo -lo interrumpí– entonces ¿en la calle aprendiste a tocar así? -La calle no te enseña música. La calle solo te enseña que la maldad y la tristeza son infinitas -hizo una pausa que sabía a duda, pero continuó-. El profesor del taller consiguió que una de la señoras del voluntariado que mandaba a sus hijos a clases de violín sin muchos resultados, fuera a escucharme tocar un recital que me puso a practicar por semanas. La voluntaria quedó maravillada y convenció a su marido de apoyarme para ingresar a la escuela de música, la mejor época de mi vida. Donde sólo tenía que aprender y practicar, sin salir al mundo. Gané una beca en Europa, la cual exploté al máximo, dando pie a los problemas que me tienen aquí. Ya siendo parte de una orquesta fui escalando puestos. En Mónaco, salimos a un casino en uno de nuestros descansos, y en ese momento descubrí que tenía una pasión mayor que la música, las apuestas y el juego. Esa noche inicié tímidamente, hasta que mis colegas me sacaron casi a rastras. A partir de ese momento solo esperaba un descanso para buscar el casino local y jugar lo impensable. Pero como cualquier otra adicción, siempre se requiere más dosis para lograr el mismo efecto. Lo cual era incompatible con mis ensayos y presentaciones. Así que las aplicaciones de apuestas en el teléfono ayudaban a reducir mi ansiedad, pero su ubicuidad fue lo que me llevó a robar y malbaratar instrumentos de la orquesta, para medio pagar mis deudas y seguir jugando. Cuando me descubrieron fui perdiendo trabajo tras trabajo, y con ello todo lo que había ganado, hasta quedarme sólo con esta guitarra.
La lluvia había cedido y nuevamente los autos llenaban el silencio, mientras pensaba en lo que me acababa de contar el vagabundo, se puso a reparar la llanta hasta dejarla digna de continuar su camino. Saqué de mi cartera unos billetes y se los ofrecí, temeroso de ofenderlo.
-No te lo puedo aceptar güero, mejor invítame algo de comer. Si me dejas el dinero voy a comenzar a apostar, y aunque no lo creas mi situación aún podría empeorar. Asentí con la cabeza y caminamos en silencio al puesto de comida callejera que consideraba como mi embajada personal. Al verme el dependiente en tan extraña compañía su cara denotaba asombro. El vagabundo tragaba saliva con toda la comida frente de él, le pedí al comerciante que me anotara en la cuenta lo que comiera mi amigo, y mañana pasaba a liquidar la cuenta. Al despedirme me estrechó la mano sin prejuicios de higiene.
A veces al regresar a casa lo veo al lado del puesto de comida, tocando como si fuera un milagro, sin que aquellos que se esfuerzan en ignorarlo sepan quién les ameniza los alimentos.