Mi perra vida temporada 2025, episodio 22.
Relato – Ánimas nocturnas | Poema – La penumbra del cuarto – Coral Bracho | Reseña – La mala costumbre – Alana S. Portero | Frase Robada – Platón | Bonus track
Ánimas nocturnas
El acto de correr tiene múltiples efectos en sus devotos practicantes. Conforme se incrementa la distancia y consecuentemente el tiempo que se pasa corriendo, conforme el número de personas se va reduciendo, también la tropa de corredores se torna atípica.
Este argumento es categórico cuando la competencia incluye estar en la montaña más de veinticuatro horas, y correr ciento sesenta kilómetros (aunque yo sólo logré 140). Al inicio de la competencia se dispara un ejército de corredores de montaña, ya que salimos varias distancias 50, 80, 100 y 160 kilómetros, y dado que la ruta era repetir un circuito en diversas ocasiones, con el paso de las horas, nos empezamos a ubicar unos a otros.
No es inusual que el código de conducta no escrito para interactuar con algún corredor en el camino, va desde solo cruzar la mirada y confirmar que a ambos nos invade la fatiga, o alguna dolencia más profunda, inclinar la cabeza a modo de exhibición de respeto, y por supuesto palabras de ánimo innecesarias e inútiles que confirman el santo y seña de esta gente que, le pareció correcto invertir semanas y semanas de duro entrenamiento, para lanzarse un sábado de madrugada a tan empeñosa actividad.
Conforme transcurre la distancia, y aquellos que hicieron carreras mas “cortas” van llegando a la meta, nos vamos quedando solos en el camino, para cuando la noche es rotunda, la fauna de corredores ya no es menos que sui géneris. Si ya de por sí es inexpugnable el racional para que yo me encuentre a media noche, luchando con el cerebro y mis piernas a medio monte; al observar al resto de ánimas nocturnas que ocasionalmente me encuentro, el acertijo se torna indisoluble.
Entre esa pléyade de almas penitentes, describiré las dos que más me llamaron la atención. La primera una mujer a la que es difícil calcular la edad, baja de estatura, de pelo muy largo y más gris, con la cara maltratada por el sol o por la vida, complicado ponerle número a sus años, pero que podrían ser setenta bien cuidados o sesenta maltratada, como sea, su aspecto es mayor, su ropa inadecuada casi casual, o al menos alejada del estereotipo de la ropa deportiva.
La observé desde el principio, su equipamiento era nimio, apenas una mochila de hidratación que ya vio sus mejores momentos, y una rama de árbol gruesa nada aerodinámica que le servía para apoyarse a cada paso que daba. Al comienzo trotaba, pero después solo caminaba, a un paso dolorido pero constante, con la cabeza metida en el camino. Siempre que me la encontraba, arrojaba mi absurda palabrería de apoyo, su aspecto lejos de parecer apocado, si humilde, era el de quien se integra a la cofradía, pero irradiaba el respeto de una chamana que en trance está cumpliendo su ritual.
A cada vuelta que daba, temía no volver a verla, pero siempre aparecía. En algún momento de la madrugada, cuando venía sufriendo y solo podía caminar a paso rápido, ayudándome con los bastones de senderismo, me vio y me gritó que “así iba bien”; me hizo sentir parte de su equipo, ese cobijo me ayudó un buen rato más. Estoy seguro de que sin importarle su lugar en la carrera, o si le cerraban la meta, ella cumpliría la distancia pactada.
Otros de los personajes que apenas salir de la meta llamó mi atención, y lo vigilaba morbosamente, era un hombre también mayor, igualmente aventurado calcularle una edad, pero que contrario a todos que moríamos de calor y por lo tanto, nos ataviábamos con lo más fresco y aerodinámico que nuestro bolsillo nos permitía, él iba totalmente cubierto, con una rompevientos gruesa que le aplastaba la espalda, ni durante las cinco horas de calor más intenso, donde el sol mordía donde pegaba, se descubrió, ni siquiera un poco. Cuando mi estómago comenzó a revolverse por los efectos de la deshidratación y el aire caliente que nos acompañaba, pensaba en ese hombre sentado bajo la sombra de un árbol, desfalleciendo; contra todo pronóstico, tarde o temprano aparecía con un palo chueco en una mano, y una botella de agua en la otra, persistiendo, y aunque la mirada iba hundida, cansada, insomne, no le veía un atisbo de querer dejar algo al destino, también estoy seguro de que terminó su carrera.
Ellos dos fueron quienes más me conmovieron y sorprendieron, ni un solo libro de auto ayuda podría aproximarse a esa empírica definición de resiliencia.
Hubo actores secundarios, desde personas disfrazadas de luchadores, mucha gente local, un personaje que siempre corre con los brazos caídos, lo que le da un aspecto derrotado, de él esperaba una historia especial sobre su forma de correr, pero me desilusionó al responderme que “así había aprendido”.
Conforme transcurríamos entre la noche, íbamos entrando en un estado de catarsis exánime, todos los rostros se iban transformando, nadie era igual que la mañana previa, la deshidratación, la falta de calorías, decenas de miles de golpes en todos los músculos, a todos nos ocurría algo en el cerebro, algo estaba transmutando, cada uno respondiendo a lo inexplicable, a lo inenarrable. No hay duda de que esos rostros solo confirmaban cómo nos hundíamos más y más en nuestro destino, haciendo más pesado cada paso.
Para el resto del mundo, solo pasaba una noche, yo sentí que me había ido varios días, el tiempo se alargó, y a la postre tardé en percibirme como antes, pero sinceramente creo que no soy el mismo de aquella mañana.
La penumbra del cuarto – Coral Bracho
Entra el lenguaje.
Los dos se acercan a los mismos objetos. Los tocan del mismo modo. Los apilan igual. Dejan e ignoran las mismas cosas.
Cuando se enfrentan, saben que son el límite uno del otro.
Son creador y criatura. Son imagen, modelo, uno del otro.
Los dos comparten la penumbra del cuarto. Ahí perciben poco: lo utilizable y lo que el otro permite ver. Ambos se evaden y se ocultan.
La mala costumbre – Alana S. Portero
A nadie sorprende que, en un mundo en el que la veleta son la redes sociales, las historias autobiográficas, de vidas atormentadas sean un género literario muy socorrido. Si a la ecuación, agregamos las vivencias de las personas trans, el resultado no pocas veces es complicado, ya que implica los prejuicios del lector, confrontándose con una realidad contundente y descarnada. Hacer comulgar estos paradigmas no es tarea fácil. Pero Alana S. Portero lo consigue con notas de excelencia, usando dos recursos con maestría, un lenguaje enraizado en la prosa poética, altamente figurativo, permitiendo así atenuar -si es que eso es posible- la dureza de los hechos; y por otro lado pare una novela de tremenda sensibilidad, se desnuda el corazón y la carne de una mujer trans.
Yo escuché la versión en audiolibro, narrada por la autora, que como un manto arropa las palabras y les da contorno a todas las emociones, brindando tonos y connotaciones que permiten una mayor apreciación de la obra.
Está de más decir que es una historia trágica, pero que, conforme avanza forma una dura aleación con el amor y el valor. Se encuentra lejos de ser una historia veleidosa, va entrando por las orejas (o los ojos según sea el caso) y se te encaja profundo en el corazón. Me parece una obra universal, que no esta dirigida a un segmento segregado o dominante. Y como pocas, el uso del lenguaje, es el camino para transmitir vivencias que, no pocas veces queremos soterrar.
Advertencia, la obra tiene una fuerte carga emocional, así que, es importante considerarlo por si el alma se encuentra en un estado vulnerable o el cerebro impresionable, no para evitarla, sino para modularla, ya que el sismo en las entrañas no siempre es fácil de sortear.
Frase Robada – Platón
Pensar es una conversación que el alma mantiene consigo misma.