He decidido que no quiero más cursos. Estoy cansada. Estoy harta. Estas dos últimas se parecen pero no son iguales, y se dan las dos al mismo tiempo. Estoy exhausta porque llevo desde enero sometiendo a mi creatividad al expolio, al extractivismo más neoliberal y salvaje, y aunque está surtiendo efecto (si lo hacemos es porque funciona) no puedo seguir cavando en el mismo pozo si pretendo obtener tierra seca de sus entrañas. Hay que oxigenar, poner en barbecho, recuperarse un poco. Y, por otra parte, estoy completamente saturada de miradas externas. Cuántos ojos afilados durante estos años, cuántos métodos que confrontan al mío, sea cual sea (ninguno). ¿Es que no sé hacer nada sin saber de antemano que alguien vendrá a mirarlo y me confirmará si es malo o es bueno? ¿Dónde está mi propio criterio? ¿Por qué esta falta de confianza, esta necesidad insaciable de calificar la belleza que producen mis manos? He aprendido muchas cosas este año. Cómo se camina. Pero veo allá, más cerca que lejos, el siguiente sendero al que deben dirigirse mis pasos: he de aprender a caminar sola. Apreciar mi contoneo sin juzgarlo, instruirme en mi velocidad, inclinación y postura. Cerrar los ojos, abrir los brazos, dejarme caer hacia atrás... Y cogerme.