Breves apuntes de una caminata cualquiera
Ayer fui a caminar por la mañana. Una hora y media. Ni mucho ni poco. Es algo que suelo hacer a menudo, aunque no con la frecuencia que me gustaría. Pero ya se sabe, a veces la vida te pasa por encima y convierte todo tu tiempo libre en una sesión interminable de vacío y remordimientos. Malditas plataformas de streaming y su abundante catálogo de deshechos intelectuales perfumados y bien empaquetados.
Me gusta ir temprano, porque uno de mis objetivos en las caminatas es alejarme lo más posible de esa nube oscura que habita en un rincón de mi cerebro. Y para ello es muy importante, en mi caso, el no meterse en grandes aglomeraciones de gente. Si ya de paso puedo evitar los ambientes ruidosos, pues miel sobre hojuelas.
¿Por qué caminar y no correr? Mi relación con el oficio de ir más rápido de lo normal siempre ha sido, digamos, especial. Me gusta, he de admitir, trotar un poco de vez en cuando. Creo que es una muy buena forma de aclarar la cabeza, quemar calorías y acabar cuanto antes con el sufrimiento asociado a la práctica deportiva. Me lo apunto para otra entrada en este diario, pues ahí tengo mucho hilo del que tirar.
Tengo unas cuantas sendas marcadas como favoritas. Una de las más especiales para mí es la pista finlandesa de Oviedo. Algún día os hablaré de la pista, del señor con el que siempre me cruzaba por las mañanas y de la yegua que, paciendo tranquila, se convirtió en mi confesora. Por cierto, ¿alguien sabe lo que es una pista finlandesa? Pensaba que era un concepto estándar, algo presente en mi vida ya desde aquellos veranos con mis abuelos en Perlora. Pero un compañero de trabajo -y gran amigo- me hizo dudar ya de adulto, pensar que todo había sido un sueño y que aquella pista ni era especial ni de Finlandia.
Aclaremos conceptos. Una pista finlandesa no es más que un camino, sendero o circuito en el que, a determinados intervalos, se intercalan aparatos para hacer diversos ejercicios. Que si unas barras para pasar de un lado a otro cual chimpancé, un pequeño banco para hacer abdominales, o cualquier otro potro de tortura. Los aparatos suelen acabar convertidos con el tiempo en sitios muy agradables para hacer botellones o fumarse unos porros, que no hay que dejar tampoco de lado los ejercicios espirituales.
Me gusta madrugar para que la música de los pájaros destaque sobre el ruido de las personas. No soy ningún experto en aves. Admiro a esas personas capaces de reconocer a una especie por su canto. Me parece un superpoder, algo inalcanzable para mis oídos de mierda. Aunque no sepa distinguir más que dos o tres tipos de pajarillos, me encanta verlos afanados por las mañanas. Disfruto con sus saltos, formas de volar y retorcidas melodías con las que se comunican y buscan la recompensa de la cópula.
No me gustan los dueños maleducados de perros. Sobre todo cuando, armados de correas extensibles, deciden ocupar todo el ancho del camino. No es un asunto de perros ni de correas. Es simplemente una actitud egoísta, tan de moda hoy en día, por la que muchos seres reclaman la propiedad de todo aquel sitio por el que pasan. Vivimos en la época del Yo, del Mi y de lo Mío. El neoliberalismo me molesta hasta para caminar.
Me gustan los perretes. Por lo general más que sus dueños. Y he caminado mucho hasta llegar a esta colina, pues cuando era pequeño les tenía un pánico atroz. Todo desde que el perro de unos vecinos de mi abuela me mordió cuando lo intenté acariciar. Perro que estaba sin cuidar, medio abandonado en vida, que apostaría me mordió porque en su cabeza no podía concebir que alguna persona se le acercara con buenas intenciones. Aquello acabó en una serie de pinchazos, vacunas que dolieron más que la mordida. Pasé años con miedo a los perros, hasta que empecé a salir con una chica que tenía un pequinés. Pero eso os lo cuento otro día.
No me gustan los conductores estresados y con prisa. Para llegar hasta los pájaros, la finlandesa y la libertad, he de caminar un cuarto de hora por una avenida -el nombre le viene grande, pues es pequeñita y estrecha- con bastante tráfico. Hay una calle con un semáforo y mucha pendiente, donde no es raro que a los noveles se les cale el coche. Gran pecado mortal, se puede deducir de las sinfonías de claxon e improperios que suelen recibir los desdichados. No soporto esas prisas por ir a ningún sitio.
Me gusta vivir cerca de un monte. Tener la tranquilidad a tiro de piedra. Poder, en un momento de flaqueza, jugar a disfrutar de un día de furia y cagarme en todo el tráfico, los coches y la gente que habla a voces por la calle. Subir y olvidarme de la ciudad y de su velocidad. Tenemos derecho a vivir despacio, a perder el tiempo y a ser felices sin necesidad de estar corriendo de un lado para el otro. Me ha costado muchos años entender que en lo sencillo y lo cercano puede estar el secreto para ser feliz. Y en esa receta siempre hay una montaña o un mar.
No me gusta la gente que va con una radio a todo volumen. Son fáciles de reconocer. Son los mismos que luego se sentarán en la barra de un bar y tendrán la solución a todos nuestros problemas como sociedad. Cuando están en el bar piden mano dura contra todo indeseable que no piensa como ellos, y cuando están paseando suelen llevar sintonizada una emisora que vomita basura ultraderechista. Células cancerígenas de la sociedad que aún no han descubierto los auriculares, o que desconocen que sus doctrinas nos importan una mierda.
Me gustan las vistas desde la finlandesa. En días despejados, puedo ver toda la sierra del Aramo. Y delante de sus picos, a veces cubiertos de nieve, se aprecia con claridad el Monsacro, observando tranquilo Oviedo desde la media distancia. Incluso en los días grises, cuando esos montes juegan al escondite y se convierten en ecos y sensaciones tras una barrera de nubes, puedo respirar hondo y contemplar cómo la ciudad en la que vivo se acuesta sobre el verde paisaje de mi tierra.
Especial mención de disgusto tengo para esas manadas de gymbros hipertrofiados que, no contentos con exhibir su evidente superioridad física, tienen que hacerlo en grupo. En grupos de a doce, claro, y a ser posible ocupando todo el camino a lo ancho. Arrollando a los seres físicamente inferiores como yo que osamos poner un pie en sus dominios. A veces los imagino marcando con orines las pistas de atletismo y las máquinas del gimnasio, delimitando sus posesiones cual terrateniente celoso de su vecino.
Los árboles son mucho más fuertes que los cachitas del párrafo anterior. Y además, mucho más bonitos. Me reciben con colores y brillos distintos cada vez que subo a caminar. Cuando sus hojas se caen, paso a caminar sobre un terreno acolchado, y éste hace más amable al sendero. Me protegen de la lluvia en momentos de necesidad. Y no hay sonido que insufle más paz en mis pulmones que el del viento silbando entre las ramas. Alrededor de la pista finlandesa se han plantado nuevos ejemplares en los últimos años, y me gustaría vivir tres vidas más para verlos convertirse en colosos que quizás protejan algún día, con su sombra, la siesta de alguno de mis bisnietos.
No me gusta que la gente no sea consciente de su momento lineal. Ya me lo dijo Carlos, un gran profesor de física que tuve en el instituto. Que no subestimara la hostia que un autobús me podía dar a veinte kilómetros por hora. En la pista finlandesa no me puedo encontrar con autobuses, claro está, pero sí con ciclistas que pasan muy cerca y a velocidad inadecuada. La bicicleta es el medio de transporte por excelencia. Es sano, divertido y eficiente. Pero en las manos equivocadas se puede convertir en un arma, sobre todo si te patinan las neuronas y te dedicas a pasar rozando a señoras mayores con triple prótesis de cadera.
Una de las cosas que más me gustan de una buena caminata tempranera es la posibilidad de desayunar fuera de casa. Sentarme en la mesa de un bar, leer la prensa envuelto en el abrazo de un café caliente y disfrutar de la tranquilidad y la compañía de otros introvertidos que han salido a vigilar las calles mientras el resto de sus vecinos duermen. A veces, suelo rematar el desayuno comprando algo en la pastelería para mis hijos. Si hay algo mejor que desayunar fuera, es desayunar en casa y que te traigan unos cruasanes o unos churros.
Voy llegando al final de esta lista, y creo que he sido muy transparente. Si a estas alturas, no te has hecho una idea de mí y de mis manías, quizás deberías ver menos la televisión. Soy una persona que adora la tranquilidad. Evito los sobresaltos, los ruidos fuertes, el tráfico, las obras y los coches con ventanillas bajadas desde las que se escupen ritmos de dudoso valor nutricional. Hay gente para la que cualquier cosa se convierte en una competición. Yo, sin embargo, soy feliz cuando me inhibo, me siento en el arcén de la vida y contemplo el paso de la aguja del reloj.
Me gusta el silencio. Madrugar el fin de semana para leer con tranquilidad en el mismo sofá desde el que escribo estas líneas estúpidas. Tal y como he leído en un libro hace poco, a los madrugadores nos embarga la sensación de que estamos al cuidado de los demás. Cuidamos de los adoquines de tu calle mientras tú no estás, y nos encargamos de que todo esté listo para cuando la gente de verdad, la masa crítica de esta nuestra sociedad, decida salir a comerse el mundo.
Para mí, una caminata es lo mismo que no ir a ningún lado. Los opuestos se entretejen. El fin es la vuelta a casa, al sitio desde el que salí. Es el tiempo, el camino, el aire en mi cara. Sentirse pequeño ante la gran mole formada por miles de pequeños detalles que hacen de nuestros pasos una experiencia distinta cada día. Porque el camino cambia a cada segundo, está vivo, y ninguno de nosotros es el mismo que fue ayer. No somos más que ríos, agua al fin y al cabo, que fluyen de forma distraída, filtrándonos por toda grieta hasta convertirnos en alimento de los peces.
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