Miriam

Publicado originalmente en marzo de 2017

«Entonces María tomó una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, y ungió los pies de Jesús, y los enjugó con sus cabellos; y la casa se llenó del olor del perfume». Jn 12:3

—No creo que sea una gran idea —dije en voz alta a aquel tipo con una Glock en su mano, y realmente es lo que sentía en ese momento. Apuntar con un arma a una Vampiresa Cardinal de alrededor de diez milenios de antigüedad nunca lo era, y si ese ser preternatural era Miriam de Magdala, menos aún.

La mano de aquel drogata, contratado seguramente para vigilar la puerta de aquel antro por unas cuantas papelinas de Euphoria de mala calidad, temblaba debido a los rigores del mono, y me temí lo peor. No por nuestra seguridad —la jefa era capaz de parar su mano antes de que ni siquiera pensase en disparar—, sino porque Miriam no soportaba los casos que implicaban a menores, y no se la veía del mejor humor.

«Tranquilo, estoy bien», me llegó su voz mental, dulce y suave como siempre; mi sentido pretersensible —por el que había sido elegido su Segundo entre miles de Postulantes mortales— no detectaba ningún signo de peligro o mentira. Pronto un aura balsámica me cercó junto a mis camaradas; de forma casi involuntaria, Miriam nos llevó a un estado rozando la presciencia. Comencé a percibir los latidos del corazón de aquel pobre hombre como golpes de timbal, su sudor caliente casi ácido, su cuerpo luchando con todas sus fuerzas para expulsar toda esa mierda tóxica que le envenenaba. Sus ojos turbios, los temblores de cada músculo de su cuerpo, su respiración fatigada y arrítmica, producida por unos pulmones apenas trabajando. «Al treinta por ciento», me llegó no sé de dónde, quizá un efecto extra del nuevo nivel atencional.

Volcando mis sentidos en mis compañeros a la zaga, descubrí su confusión; no siendo pretersensibles, no eran capaces de controlar ni comprender lo que estaba pasando, se miraban entre ellos, rozando el terror.

—Miriam, están confusos... —atiné a murmurar entre dientes.

Inmediatamente sentí que la influencia mística sobre mis compañeros disminuía sensiblemente, hasta quedar en una agradable sensación de bienestar. Miriam podía hacer algo así sin mover un músculo; yo había visto vampiros jóvenes, de apenas medio milenio, caer exhaustos ante esfuerzos mucho menores.

«Gracias, eso es lo que hace de ti un gran segundo», proyectó con orgullo en mi cabeza. Mientras, vi... sentí —sería una palabra más adecuada— cómo me llenaba una oleada de amor por aquel pobre chico, y noté los músculos de su espalda erguirse, los hombros recuperar su posición levantada, sus abdominales destensarse, y una nube sedosa de luz blanca y dorada masajear sus doloridos pulmones. Su salud estaba siendo restaurada a ojos vista, al menos lo suficiente para sacarle de aquel estado de ansiedad y adrenalina disparada y fuera de control. Ese era el tipo de cosas que podía hacer un Vampiro Cardinal, especialmente los de la Orden Blanca.

—Fernando, dame la pistola —dijo Miriam con voz firme pero suave, su Voz de Control. Yo mismo, aun no siendo la persona a la que dirigía su Voz, sentí el impulso irresistible de llevar mi mano a mi cintura, y un par de nuestros hombres la cogieron, sujetándola por el cañón. Tomé nota mental de quiénes eran, para hablar con ellos de las técnicas más adecuadas para protegerse de interferencias mentales.

Fernando no tenía la más mínima posibilidad. Entregó su arma sin rechistar y Miriam me la pasó sin mirarme; necesitaba estar atenta a lo que tenía delante. Con una fuerte patada, lanzó por los aires la pesada puerta de metal que nos cerraba el paso y entró, desarmada como siempre, en el oscuro y maloliente portal, seguida por su equipo.

Alguien iba a pagar muy caro traficar con niños.


¡Gracias por leerme!