Memento vivere
Publicado originalmente en abril de 2016
Caer en un silencio profundo e intimista oyendo el canto gregoriano, extasiarse con las polifonías renacentistas que nos elevan más y más, puede que intentando que veamos el esplendor de la creación desde la altura y la ligereza de sus rosetones policromados, que polarizan la luz dando un brochazo de aire fresco a la sobriedad medieval.
Las trompetas, triunfantes y gloriosas, anuncian la obertura del Orfeo de Monteverdi; la alegre y bucólica primavera de Vivaldi precede a una impetuosa tormenta de verano. Las intrincadas y sugerentes obras de Bach, fáciles al oído y de una sutil complejidad, nos hablan de sistematizar y ordenar, de hacer fácil lo difícil y, la mayoría de las veces, de una búsqueda de la transcendencia. La elegancia y melancolía de Pachelbel calman nuestro espíritu. El glorioso Hallelujah de Händel, tantas veces escuchado, nos transporta a mundos de éxtasis y luz infinita.
El genio perfecto de Mozart nos divierte con su pequeña serenata nocturna —una travesura divertida—, nos abruma y sobrecoge con su Réquiem apenas terminado y, sin embargo, tan perfecto que duele el corazón. El genio esforzado de Beethoven, tachando y reescribiendo furioso, sudando cada nota, melodías que al final ya solo oía en su mente. Su novena sinfonía anuncia un romanticismo incipiente.
Chopin nos enamora y nos seduce en noches de insomnio y luna nueva. Tchaikovsky nos transporta a la madre patria y nos sorprende con temas de una modernidad sorprendente mezclada con los sonidos más clásicos. Liszt nos lleva entre lo oscuro y la luz de la mañana, como un tobogán vertiginoso, entre graves, agudos y tempos de todo tipo.
Comienza un nuevo siglo, el XX. La música, tantas veces teorizada y revisada, revienta en pedazos. Dodecafonías, microtonos, minimalismos, intentan darle la vuelta a todo lo establecido. John Cage ata las cuerdas de su piano; Steve Reich interpreta patrones sin fin. Con la nueva industria, la nueva ciencia, se electrifican los instrumentos y se sintetizan nuevos sonidos.
Comienza el boom de la música del pueblo y para el pueblo: de las work songs de los esclavos algodoneros afroamericanos surge el primitivo blues —desgarrado como su nombre—, y de ahí las diferentes familias del rock.
Descendientes de sus descendientes, marginados por su color de piel, ensayan y tocan en locales de los suburbios «músicas de negros» rompiendo reglas y moldes. Se inicia el Bebop, los comienzos de un jazz cansado del Swing y las Big Band de la posguerra. Ritmos cada vez más convulsivos y asincopados se convierten en obras maestras geniales. Hard Bop, Free Jazz, avant-garde aumentan la complejidad de los sonidos hasta el infinito.
Para los oídos más convencionales, decenas, cientos de grupos pop suenan en las principales cadenas de radio: ritmos fáciles, sencillos para simplemente disfrutar pasando el rato. Olvidar los oscuros recuerdos de la guerra y la posguerra, el hambre y la muerte. Baile, cortejo y sonrisas.
A cada acción le sigue una reacción. Al cada vez más simple pop se oponen los primeros esbozos del punk —rebeldía por todo y ante todo, cuestionamiento del sistema y de sus bases, de la opresión, de la desigualdad— y del metal, distorsionando al máximo el sonido de las guitarras.
La música es un ente vivo; la música evoluciona tal y como evoluciona nuestra historia, como evoluciona el ser humano.
Recuerda: Estás vivo.