La gran comitiva

Publicado originalmente en mayo de 2015

Fernando esperaba, sonriente y feliz, en su lugar asignado oficialmente para contemplar la salida del enorme edificio presidencial de la gran comitiva, apretando en su pequeña mano de 15 años de edad el documento oficial que indicaba que le correspondía el número 201.984 en la cola. No era un lugar especialmente cercano, pero si se ponía de puntillas podía ver parte del tejado. La gran comitiva saldría por la puerta de carruajes, escoltada por los fabulosos caballos blancos de la guardia y los negros coches blindados de la escolta.

En ese momento, los altavoces instalados en la carretera dieron el número oficial de personas que habían acudido al histórico momento: 1.348.921.

Aquel era un acontecimiento muy importante; el presidente en persona había pedido, en largos discursos en todas las televisiones, que todo el que pudiera asistiera. Incluso se había declarado el día como festivo nacional para que no hubiera inconvenientes. Se habían impreso y buzoneado cientos de miles de folletos a todo color, con grandes fotos de hombres y mujeres sonrientes, con sus trajes impecables dando la mano, besando en las mejillas y cogiendo a bebés en brazos.

Entonces, todo empezó a organizarse: se limpió la carretera con grandes camiones echando agua a presión; sonrientes funcionarios pedían a la gente menos afortunada que vivía en las calles aledañas que les acompañaran a los limpios y remodelados albergues —aunque no había dado tiempo a instalar los sistemas de calefacción, tenían grandes pilas de mantas a su disposición, algunas de ellas recién compradas—. No era digno, ni pulcro, que aquellos importantes dignatarios llegados de todo el continente vieran aquellas cosas. Además, se habían colgado estratégicamente carteles de bienvenida en toda clase de idiomas.

Los barrios también empezaron a organizarse, con el beneplácito institucional, que durante un par de meses relajó las exigencias para poder estar en la calle a ciertas horas y más de un cierto número de personas a la vez, y se celebraron los Comités Barriales de Recepción. Durante tres horas, todos los martes y jueves empezaban en la plaza más grande del barrio las asambleas a las 9 de la noche, y los sábados por la mañana a las 11 en punto, los delegados barriales de recepción ponían todo lo hablado en común en la amplia Plaza Mayor de la capital para coordinar todo para el gran día.

La gran comitiva venía a salvar al país. Si bien los últimos años habían sido difíciles —habían vivido por encima de sus posibilidades y tenían que devolver el dinero que les habían prestado otros países—, las cosas iban a cambiar después de esta importante reunión en la sede del gobierno.

Los padres y madres preparaban la ropa que se pondrían ellos y sus hijos, recién planchada y bien colgada en el perchero, y ese mismo día por la mañana todo habían sido sonrisas y guiños cómplices en las casas, exhaustos por los largos preparativos.

El viaje hasta el lugar asignado había sido fácil. Los barrios habían pedido al gobierno una flota de autobuses —para eso pagaban sus impuestos, habían dicho con toda la razón— y habían pedido a los conductores que aparcaran en las plazas más amplias y accesibles, para que todo el mundo pudiera llegar a tiempo sin grandes incordios.

El gran momento histórico de Fernando se acercaba. Oía a los potentes coches rugiendo, acercándose lentamente; contemplaban sin duda lo que estaba sucediendo, seguramente impresionados.

Cuando el primer caballo de la orgullosa guardia pasó frente a él, Fernando, digno, consciente y orgulloso, le dio la espalda, al igual que estaban haciendo las restantes 1.348.920 personas que estaban junto a él en una enorme, gigantesca, ola de indignación y compromiso.


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