El Abuelo
Publicado originalmente en junio de 2017
Aquel era uno de aquellos recuerdos a los que siempre se aferraba en los momentos malos. Tendría apenas cinco o seis años y subía y bajaba la escalera a la buhardilla blandiendo una espada imaginaria. Entre jadeos, intentando recuperar el resuello, vio por el rabillo del ojo que su abuelo se había dejado la puerta de su cuarto —que ocupaba toda la planta bajo el techo— entreabierta, y por la abertura podía verle sentado en su cómodo sillón de orejas leyendo un grueso libro en silencio. Pese a estar ya a mediados del verano, vestía como siempre: de camisa y pantalón, con su larga barba blanca peinada y aceitada descansando sobre su pecho.
Sintiéndose observado, su abuelo la miró sonriente y la llamó con un gesto de la mano:
—Anda, ven a hacerme compañía.
Muy despacio entró en la enorme habitación. A esa edad, su abuelo aún le imponía, tan alto y silencioso, y tan solitario. Las paredes estaban cubiertas de estanterías, que estaban rellenas de gruesos tomos, en una, dos y hasta tres filas. Libros encuadernados en cuero, en cartulina, en cartoné, en fino papel, todo tipo de libros. Algunas estanterías cuidadosamente ordenadas e impolutas; otras, tan llenas de ejemplares que parecía que se iban a caer en cualquier momento, sosteniéndose en precario equilibrio.
Mirando a ambos lados de la habitación rápidamente, descubrió una mesita rodeada de sillas en una esquina —la más ordenada de toda la habitación, dicho sea de paso— y se dispuso a acercarla al sillón de su abuelo gruñendo del esfuerzo —era pesada y llevaba un buen rato persiguiendo a aquellos corsarios.
—Ven, yo te cojo; de todas formas, ibas a tener que trepar y te iban a colgar los pies...
Mucho más tranquila, por la suave voz de su abuelo y su mirada cariñosa, se subió sin dudar a sus rodillas y se recostó en su regazo sin saber muy bien qué hacer. El brazo del abuelo la rodeó, protector, y empezó a preguntar por su día en el colegio, qué había aprendido y qué había hecho en el recreo.
Entonces, a pesar de ser tan mayor, el abuelo se levantó con ella en brazos y se dirigió a uno de los estantes, y pasó el dedo rápidamente por los lomos de los libros, murmurando para sí y exclamando al final:
—¡Aquí! El corsario negro. Emilio Salgari. ¿Te gustan las historias de piratas? Estabas antes luchando en la escalera con alguno, creo.
—¡Son las que más me gustan en el mundo! —exclamó.
Entonces, se sentó de nuevo con ella en su regazo y con el libro, y empezó a leer con voz impostada:
«De entre las tinieblas del mar, surgió una voz potente y metálica: ¡Alto los de la canoa o los echo a pique!...»
Mucho después, tras una increíble historia, la llevó al cuarto en brazos. Apenas despierta, la ayudó a quitarse la ropa, ponerse el pijama gordo, porque era invierno, y la arropó con fuerza para que no pasara frío. Acercándose al estante vacío que había en una esquina, anunció susurrando:
—Tu primer libro.
Colocó cuidadosamente el libro de El corsario negro sobre la balda. Y salió en absoluto silencio mientras ella caía rendida en el mundo de los sueños.