Déjà vécu
Publicado originalmente en noviembre de 2015
«Quién lo diría, los débiles de veras nunca se rinden».
MARIO BENEDETTI
Como todas las mañanas, Alexej se viste con su impecable uniforme azul oscuro, su gorra del mismo color sobre sus cabellos pulcramente cortados a máquina y conduce hasta la estación de tren. Como todas las mañanas, se acerca a la moderna oficina de campaña a recibir las instrucciones de su capitán, y como todas las mañanas, él y los otros treinta y cuatro policías —hombres y mujeres del destacamento especial—, recogen su grueso rotulador indeleble y se ponen en fila, intentando transmitir una imagen lo más relajada posible, junto a la vía número 4.
Al fin llegan: el tren repleto de gente, muy sobrepasada su capacidad normativa, para lentamente, y con un gran chasquido hidráulico abre sus puertas.
Cansadas, doloridas, enfermas, febriles. Mujeres, niñas, niños, ancianos, hombres, bajan lentamente, intentando no causar problemas a nadie e intentando que les entiendan. Algunos hablando inglés (algunos mejor que el propio Alexej) y otros en su lengua nativa, por señas, o con una sonrisa tímida y suplicante.
Alexej no atiende a nada de esto, tiene sus órdenes. Destapando el rotulador, comienza a pedir a la gente que le muestren sus muñecas.
«Wrist!, wrist!», intenta hacerse entender enseñando la suya propia, y cuando los ojos asustados y somnolientos, el entrecejo levemente fruncido intentando comprenderle le indican una y otra vez que no lo ha conseguido, lo intenta en la única palabra en árabe con fuerte acento eslavo que ha conseguido aprender estos días: «me'sam», «me'sam», y su interlocutor se la entrega, dejándose hacer.
«1359», escribe en la primera muñeca, una niña de ojos febriles que mira a su madre interrogativa. «1360», su madre silenciosa. «1361», el agotado padre que transporta al hombro las pocas posesiones que les quedaban.
Alexej tiene que concentrar cada fibra de su ser en estar calmado, con respiraciones pausadas y profundas; intenta no escuchar la mezcolanza de voces y sonidos a su alrededor, intenta no mirar la desesperación, la tristeza y la enfermedad que inundan la gran estación. Mirando hacia abajo, se concentra simplemente en conseguir muñecas.
«1375», un estudiante universitario que venía solo, «family dead» no deja de repetirle. «1376», un hombre de mediana edad y fuertes brazos. «1377», su mujer, alta y musculada con un pañuelo verde oscuro en la cabeza...
Muñecas de todos los tamaños y todos los tonos, sujeta muñecas suaves y doradas, muñecas anchas como su puño unidas a manos encallecidas por el trabajo, muñecas infantiles que sostiene con solo dos dedos de la mano. Muñecas que son, al fin y al cabo, un reflejo de la suya propia.
Una nueva muñeca, de piel tan fina que las venas azuladas se ven debajo con claridad. La mano de huesos largos y delgados, con tan poca carne que Alexej teme romperla, y un antebrazo desnudo...
Alexej se sobrecoge, y se hace el silencio. Algo se rompe en su interior; nada, no queda nada alrededor, solo él y la muñeca que sostiene seguida por aquel antebrazo y la cara silenciosa, pensativa y de mirada profunda de aquella anciana de pelo blanco. «Mensch bleiben», dice ella con voz amable, comprensiva —Sé humano, mantén tu humanidad.
Alexej lo hace. Con una leve sonrisa y un guiño cómplice, suelta la muñeca, levanta la mirada, atiende a los que le rodean por primera vez en mucho tiempo, y con firmes y decididos pasos se acerca a la cafetería de la estación calculando mentalmente la comida que puede comprar con sus pocos ahorros para tanta gente, dejando paso libre a aquella anciana superviviente de Auschwitz.