Relato: “El más allá”

Estaba listo para morir. El cáncer había acampado a sus anchas hasta que fue demasiado tarde, lo justo para cerrar temas abiertos: arreglar papeles legales, cuentas, seguros y, sobre todo, confesarse. Quería dejar sus pecados atrás, esperar el momento de dejar el mundo terrenal e ir al más allá, ese paraíso que tanto le habían prometido, donde van las personas que siguen a Dios, su Dios cristiano, el único y verdadero para él.

—¿Qué será de las personas que mueren y no creen en mi Dios?—se preguntó mientras miraba a su hija mayor, que seguía sentada a su lado, inmersa en su teléfono.

La morfina, o aquello que le habían puesto, hacía que su mente fuera más lenta de lo normal. “Es el fin”, pensó. Se imaginó llegando al paraíso y encontrándose con su esposa, con los dos perros que había tenido de niño. “¿Estará papá?“, se quedó dubitativo. “¿Y mamá? ¿Dónde me vendrán a recoger? ¿Veré una luz al final del túnel y estarán al final para recibirme? ¿Cómo irán vestidos o desnudos? ¿Serán una luz?” A pesar de notar cómo se iba apagando poco a poco, su cabeza no dejaba de preguntarse sobre el después de su muerte.

Cerró los ojos. Escuchó que alguien entraba en la habitación. Intentó abrirlos de nuevo, pero eran demasiado pesados. “Da igual”, se dijo a sí mismo.

—¿Cómo está el abuelo? —dijo una voz infantil. —A punto de dejarnos, cariño —respondió su hija. Se imaginó que habría dejado de mirar ese maldito teléfono para responder a su hijo, pero quizás no.—¿Está sufriendo? —preguntó de nuevo el niño. —No, está durmiendo —dijo ella.

No, no estaba durmiendo, aunque no tardaría en hacerlo. Cada vez el cansancio era más y más pesado.

A los pocos minutos empezó a costarle respirar, aunque no notaba dolor ni angustia. “Adiós”, pensó y se dejó llevar.

El túnel apareció ante él. ¿Era real? ¿Estaba en su imaginación? Notó cómo se deslizaba ante él y luego dejó de notar nada. Hasta que el túnel desapareció.

Allí se terminó todo. Ni paraíso, ni familiares esperando su llegada, sólo un último suspiro.


La muerte siempre ha sido el mayor misterio para el ser humano. Religiones prometen paraísos eternos, lugares donde descansan las almas. Pero, ¿qué sucede cuando el paraíso no llega? ¿Cuando la “luz al final del túnel” es solo una creación de nuestra mente, un último destello antes de apagarlo todo?

Tal vez el alma sea una ilusión, una forma de dar sentido a lo que no comprendemos. Sin embargo, aunque no exista un paraíso, hay algo incluso más mágico y esplendoroso: la transformación de la materia. Como dice la ley de conservación, la materia no se crea ni se destruye, solo se transforma. Al morir, nuestra materia regresa al todo, integrándonos de nuevo en el ciclo del universo.

Somos polvo de estrellas. Todos compartimos un origen común. Aunque la existencia como individuos parezca darnos identidad, en el fondo somos parte de algo más grande, más vasto. La ilusión de la separación se desvanece al comprender que nuestras vidas, nuestras muertes, son fragmentos de un todo infinito.

Tal vez, el verdadero descanso no sea un lugar, sino la certeza de que nunca hemos estado realmente solos: siempre hemos sido uno con el universo.


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