El síndrome de Marcos

Lloro. Es lo que hago, lo que siempre he hecho. Toda mi vida la recuerdo entre lágrimas. Lloro cuando me asustan, cuando pierdo algo, cuando me duele, por más leve que sea. Lloro ante cualquier cosa, sin motivo aparente. Y no sé por qué.

Hace unos meses, harto de mi propio llanto, decidí buscar ayuda. Fui a un psicoterapeuta, pero nada cambió. Hablamos de mi infancia, de mis miedos, de esos recuerdos llenos de sollozos. Me recetaron antidepresivos, que no funcionaron como esperábamos. Volvimos a escarbar en mi niñez, pero no había nada, ninguna causa que explicara mis lágrimas constantes.

Semanas después, me enteré de algo inquietante: el terapeuta había publicado un estudio basado en mis sesiones. Había inventado un nuevo trastorno psiquiátrico y lo bautizó con mi nombre: el síndrome de Marcos. —La solución es aprender a vivir con ello —me dijo. Pero yo me niego. No voy a rendirme.

Hoy, después de tanto buscar, encontré algo. Estaba revisando unas cajas llenas de cosas viejas en la buhardilla de mis padres. En una de ellas había un montón de cintas con mi nombre. Eran vídeos que jamás había visto. Intrigado, me las llevé a mi apartamento y las reproduje una por una.

En todas ellas aparecía un niño llorando. Yo. Era un bebé, un niño pequeño, y siempre estaba llorando. Llanto tras llanto, en películas, en comerciales, en anuncios de radio... incluso en las grabaciones de audio. Esa voz, ese sollozo desgarrador, era mío.

Al principio pensé que había nacido así, que mi destino era llorar. Pero algo no encajaba. ¿Por qué nadie me había contado nada de esto?

Con las cintas bajo el brazo, fui a casa de mis padres exigiendo explicaciones. Al principio lo negaron todo. Pero cuando les mostré los vídeos, se quedaron helados. No tenían palabras. Entonces, me confesaron la verdad. —Fuiste el niño llorón más famoso del mundo —dijo mi madre con un hilo de voz.

Al parecer, mi llanto había sido una especie de fenómeno. Mi cara y mi voz aparecieron en películas, anuncios y campañas. Pero nada de eso explicaba por qué sigo llorando ahora, como un eco interminable de algo que nunca entendí.

Entre las cintas, había una grabación en Super 8 que no pude ver en casa. Le pedí a mi padre su viejo proyector, y aunque se negó al principio, mi madre me lo entregó. Lo preparé allí mismo, delante de ellos, y proyecté la cinta en la pared.

Lo que vi me rompió.

Era una película casera. En ella, mis padres preparaban los sets de rodaje. Pero también vi cómo hacían lo imposible para que llorara: me asustaban de repente, me daban un juguete para luego arrebatármelo, me zarandeaban, me gritaban... Y yo lloraba, desconsolado, mientras ellos grababan todo. —Teníamos que intentarlo todo —dijo mi padre, como si eso lo justificara.

Ahora lo entiendo. Lloro porque aprendí a llorar. Porque mi infancia estuvo marcada por el dolor que ellos provocaron, una y otra vez, para alimentar su ambición.

Lloro. Lloro como siempre. Pero esta vez no es el llanto de un niño perdido. Ahora sé que detrás de esas lágrimas está la verdad. Y aunque nunca deje de llorar, al menos ya no lloro en la ignorancia.


Podcasts: https://podcast.danielaragay.net Mastodon: https://masto.es/@proteusbcn