Mundos dentro de mí

El turno de noche no es fácil. Tal vez la jornada laboral ocupe las mismas horas que la diurna, pero el peso es mayor. La mayor parte de los días no te vas a la cama. Más bien te desplomas sobre ella, para luego ser arrastrado al exterior unas horas después en una suerte de cenayuno.

Si dormir con la luz y despertar con la oscuridad es difícil, tampoco es cosa baladí mantenerse despierto cuando cada fibra de tu organismo te dice que lo estás haciendo mal. Al menos lo era, hasta que encontré un gran ejercicio mental para mantenerme despierto: construir mundos con la mente.

Porque verás, soy una especie de arquitecto sin licencia. Cada semana, cada día, me dedico a crear cosas. A veces son personas. Otras veces, pequeños pueblos. Y hay ocasiones en las que grandes ciudades o incluso universos van germinando en mi cabeza.

No pasa de inmediato, claro está. Los mundos no se incuban y escupen en segundos porque soy una persona, no Midjourney. En ocasiones, los mundos pasan meses dentro de mí. Recuerdo una escena de El Ala Oeste de la Casa Blanca donde uno de los asesores del presidente le pregunta al otro si ya tiene listo el discurso. “Es un bebé”, le replicaba el otro. Recuerdo que sonreí cuando escuché aquello. Así funciona.

Dentro de mí, los mundos nacen y crecen. Hasta que llega el momento en el que rugen para salir, como decía aquel poema. Es en ese momento, cuando la creación desborda, cuando la extraigo de mi alma y la pongo sobre una mesa. Y entonces llamo a mis amigos.

Porque verás, yo soy director de juego.

Un director de juego es la persona que se ocupa de presentar el escenario de un juego de rol de mesa. Por favor, no te lo tomes como algo escrito en piedra. Hay veces que el director de juego es un narrador. Otras veces, es un árbitro. Otras, una humilde antena que sintoniza con Fantasía. El camarero que escucha tu pedido y te dice, “pues miro a ver si lo tenemos” (spoiler: siempre lo tenemos).

En ocasiones, mi título cambia en función del juego que dirijo. Si mis amigos quieren jugar a ser vampiros, me llaman Narrador. Si dirijo una partida ambientada en los Mitos creados por Lovecraft, soy el Guardián del Conocimiento Arcano. Si el juego incluye dragones, espadas, magia y brujería, el título suele ser de Amo del Calabozo, Guardián de la Mazmorra o cualquier otra traducción problemática del vocablo inglés Dungeon Master, que en los tiempos posteriores a la publicación de 50 Sombras de Grey suele necesitar ciertas aclaraciones para que la conversación no se vuelva incómoda.

Cuando los mundos ya no están dentro de mí, llamo a mis amigos para que caminen por ellos. Viven aventuras, salvan gente, ayudan a muchas personas y luchan contra unas pocas. Hay mucho y muy buen material escrito sobre la satisfacción de jugar a rol. Sobre encarnar a un personaje, sentirse como un héroe (o un villano). También hay muchas cosas escritas sobre cómo ser un buen director de juego. Pero hay poco escrito sobre la satisfacción de serlo.

Ver a las personas que aprecias pisar los lugares que has creado. Hablar con los personajes que has imaginado. Derrotar a los enemigos que has diseñado (por lo general, más rápido de lo que habías calculado). Reírte con ideas absurdas, fingir escándalo cuando tiran por tierra alguno de tus planes. Ver cómo se llevan las manos a la cabeza cuando entra en escena alguien que no esperaban.

Por eso, cuando tengo un mal día y el sueño amenaza con vencerme, acudo, como el buen jardinero, a seguir cultivando los mundos que hay dentro de mí. Los mundos en los que mis amigos vivirán. Un privilegio que solo cuestan lo que un lápiz y una hoja de papel, pero no hay dinero que lo pague.

Recuerdo una historia que aparecía en un libro de clásicos versionados al cómic. En ella, un ermitaño recibía visitas de personas que le contaban infinidad de historias. Un día, le preguntaron si no soñaba con vivir otra vida. “He vivido todas las vuestras” respondía él.

Por eso juego a rol, y por eso lo dirijo. Porque puedo vivir, a través de mis amigos, en los mundos que hay dentro de mí.

#rol


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