Wulver Mc Neill – Escocés, enamorado, padre, Cazador.
Historia de personaje para el juego de rol Cazador: la venganza. #historiadepersonaje #cazadorlavenganza
¿Qué me llevó a acabar cuidando árboles en Frafjordheiane? Te lo voy a decir: dos ojos azules como zafiros, una cabellera rubia como... como una pinta de cerveza fría y unos pech... bueno, resumiendo, una mujer. Una preciosidad nórdica que conocí en la tienda de suministros de caza y pesca que hubo toda la vida debajo de casa de mis padres. La muchacha había ido a Stonehaven como au-pair a través de una agencia para pasar el verano mejorando su inglés y conociendo Escocia.
Jodida suerte la mía que a sus amigas les apeteciese hacer un fin de semana de acampada y entrasen en la tienda a comprar suministros el mismo día que se rompió mi maldita hachuela. Joder, me preguntó por los hornillos de campaña con ese acento suyo que no me eché a reír porque tenía la mandíbula desencajada de la impresión de ver semejante valquiria sonriéndome.
Llámalo destino o llámame el hijop... ejem... más afortunado de todo el noreste de Escocia, pero conseguí enlazar dos frases con algo de sentido y me enteré de dónde iban a acampar. Después de eso no me costó mucho dar con la oficina de guardabosques más cercana. Me cobré algunos favores, ganados a base de pagar pintas, y me aceptaron como “ayudante en prácticas” para ese fin de semana.
Un par de encontronazos en el bosque más tarde, alguna demostración de mis habilidades de supervivencia y varias botellas de cerveza fueron los ingredientes necesarios para llevarme a probar esa carne, blanca como la nieve, que me traía tan loco que casi me había olvidado de comprar una hachuela nueva.
Lo que no había calculado fue que, al final del verano, iba a acabar tan enganchado de ése ángel norteño que el solo susurro de la posibilidad de irme con ella, a su tierra, sería suficiente para acabar viviendo en un pueblo a 30 minutos de la estación forestal de Frafjordheiane.
Dos años después éramos marido, mujer y un enorme bombo que no paraba de crecer.
Nunca tuve muy claro cuándo llegó Wolf a nuestras vidas. Apareció un día meándome la rueda del coche, me siguió hasta casa y ya no se fue. Wolf era nuestro perro. Bueno, perro lobo en realidad. Una mala bestia enorme de pelo más tupido que el de mis pelotas. Berit, mi mujer, le puso el nombre Wolf. Ella decía que le hacía gracia porque era lo que era y además se parecía a mi nombre. Así que a veces me tocaba los coj... la moral, vacilándome con si llamaba al perro o a mi.
Pasé de cubrir bajas a tener una plaza fija en la estación forestal de Frafjordheiane. El tiempo siguió su curso y llegó la pequeña Karin. Junto con su hermana Kristin y mi mujer Berit formaban mis propios ángeles de Charlie, en versión Noruega.
Qué cosas, contado así parece que tuve una vida de maldito cuento de hadas... Igual es que la memoria lo maquilla pero tampoco le voy a dar muchas vueltas. Me gusta recordarlas así. Mejor eso que revivir el último viaje a Stonehaven.
Fuimos en verano. Karin había cumplido 3 años y Kristin iba a hacer 7 en menos de un mes. Nos acercamos a ver a mis padres y queríamos ir de acampada al mismo sitio donde nos enamoramos. Sensiblerías de mujeres, pero con todo lo que me daba Berit en esta vida, era de lo menos que podía hacer por ella.
Pasamos un par de días con mis padres y luego fuimos a acampar. Después de preparar la tienda y todo el aparataje en el que bautizamos como Nuestro claro, dejé a las chicas preparando la cena mientras me acercaba un rato a la estación forestal. Quería tomar una cerveza con mis antiguos compañeros para recordar viejos tiempos.
Cuando volvía hacia nuestro claro pasé por detrás de un barracón. Estaba ocupado por un grupo de chavales de un colegio, o algo así, según me habían dicho en la estación. Lo recuerdo porque me pareció curioso que, para ser críos de entre 8 y 14 años, estuviese todo tan en silencio. Esos mocosos suelen armar más bulla que los hooligans en día de partido, pero no le dí mayor importancia.
Unos metros más adelante noté algo raro en el aire. Un aroma ferroso que enseguida me inundó las fosas nasales. Estaba oscuro y la luz de la luna me dejaba ver lo justo para ir por el sendero sin caerme. Empecé a maldecir y saqué la linterna. En maldita la hora...
En cuanto la levanté lo primero que ví delante mío fue un charco negro. Primero pensé que era barro, pero enseguida descubrí que era sangre. Se me helaron las venas. Levanté la cabeza y ví a Berit. Tirada y maltrecha sobre un arbusto unos pocos metros más adelante. Tenía la garganta desgarrada y abierta hasta vérsele la tráquea. Un poco más allá, por un momento, todo se mantuvo en silencio. Nunca habría dado crédito a lo que ví.
Era una auténtica carnicería. Una sangrienta batalla entre críos. El mayor de ellos no tendría más de catorce años. Al levantar la linterna y enfocarles la luz se volvió más brillante. Hubo un intenso fogonazo que iluminó todo. Entonces pude verlo. Algunas de esas criaturas no eran niños. Eran cosas, cosas con, con forma, con forma de niño, pero tenían la piel verde. Estaban cubiertos de las verrugas más asquerosas que había podido ver nunca. También tenían uñas como mejillones; eran negras, afiladas y ensangrentadas. Los otros, los otros niños, ellos tenían; aún hoy me parece que todo fue una mala pesadilla.
Los niños, pero los que parecían de verdad tenían espadas. Algunos tenían de esas mazas medievales con una bola arriba y pinchos. Por un momento habría jurado que alguna de las espadas incluso estaba ardiendo.
Fue algo, algo totalmente dantesco. Algo que no podía creer. No conseguía entender del todo lo que estaba viendo hasta que las ví a ellas. Allí estaban Karin y Kristin, la mayor había cogido una sartén y acababa de golpear a una de las criaturas verdes. La había hecho girar sobre sí misma, derribándola. Fue la fracción de segundo más larga de mi vida, pero juro que se me hinchó el pecho con orgullo de padre. Mi hija estaba luchando para defender a su hermana. En ese momento mi cuerpo experimentó un desbloqueo y supe que debía reaccionar.
Sentí un hormigueo subirme por el estómago. Mis piernas no esperaron a mi cerebro y se lanzaron a correr hacia las niñas. Una sombra oscura me adelantó y el destello de unos dientes desmadejó, por segunda vez, a la criatura que Kristin acaba de derribar.
Cuando estaba llegando a mis pequeñas extendí los brazos para, coger a cada una con una mano y, llevármelas a la carrera de ahí. Estaba a punto de rozarlas en el momento que un peso repentino me hizo bajarlos. Me desequilibró hasta el punto de tropezar y rodar por el suelo. Menos mal que un árbol tuvo a bien frenarme, regalándome un latigazo ardiente por toda la espalda.
Giré sobre mi mismo. Me incorporé y sacudí la cabeza para descubrir a uno de esos asquerosos bichos. No sabía ni cómo llamarlos. Este estaba plantado ahí, delante mío. De su boca asoman dientes mellados como los de un yonqui, pero afilados y rezumando una especie de limo oscuro, denso y con olor a cloaca.
Apenas un par de metros más atrás ví el cuerpo de un niño tirado en el suelo. Tenía la espalda ensangretada por tres cortes abiertos, largos y profundos. Volví mi atención al monstruo y me dí cuenta de 2 cosas: lo tenía casi encima y venía con la mano, la garra, lo que fuese que tenía al final brazo, levantado por encima de la cabeza. Entre sus uñas negras y melladas, como cuchillos viejos, había algunos pequeños retales de la camisa de ese pobre crio.
Por el rabillo del ojo pude ver a Wolf siendo rodeado por tres de esos gremlis pelones, mientras protegía a las niñas. Sabía que en ese mismo momento no podía hacer nada por ellas. Ya que estaba a punto de ser apuñalado por un bicho salido de una película de serie B de los 90. La impotencia hizo estallar la bilis de mi estómago. El monstruo que tenía delante se acercaba cada vez más rápido. Venía exhibiendo una sonrisa sádica y con ese limo oscuro rezumando de sus labios.
Levanté los brazos para cubrirme al tiempo que gritaba de pura frustración: “¡¡NOOOOOOOO!!”
De la garra de la criatura empiezaron a saltar chispas. Era como aquella vez que metí papel de aluminio al microondas. Impulsada por una fuerza repentina la garra salió disparada hacia atrás. El maldito bicho verde salió volando a remolque mientras su cuerpo emitía pequeñas llamas azuladas.
No se cómo, pero me convertí en el jodido centro de una explosión. Todas las demás criaturas salieron también despedidas por el aire varios metros.
Durante un segundo todo fue calma y silencio. Quedaban en pie unos siete niños. Otros tres o cuatro estaban tirados en el suelo, pero aún se movían. Recuerdo que Wolf dejó escapar un gemido canino. Me miró con una expresión casi humana que parecía decir: “¿Pero qué ha sido eso?”.
— Es un Defensor. — Escuché que decía uno de los chavales. — Sí, pero es un adulto. — Respondió otro, de los mayores.
Los niños se organizaron rápidamente. Sin palabras. Como si lo hubieran estado ensayando. En los segundos siguientes cada uno de los caídos fue levantado por otro. Los tres restantes, los más mayores, formaban en actitud de protección. Vigilaban todo el perímetro preparados por si volvían los bichos.
Me levanté. En dos zancadas estaba junto a Karin y Kristin. Acaricié la cabeza de Wolf, que no perdía de vista a los críos ni los arbustos.
El que parecía el mayor de los chavales se acercó.
— Vamos a nuestro barracón — me dijo con voz queda —. Venid con nosotros. Será más seguro permanecer juntos. De momento.
Miré al chaval y seguido desvié la vista hacia mi mujer. Su cuerpo estaba desmadejado sobre el arbusto. Volví a mirar al muchacho un instante después. Hizo un leve gesto de asentimiento. Me acerqué hasta el cuerpo de Berit mientras giraba la cabeza para no perder de vista a Karin y Kristin. Wolf estaba delante de ellas, en el mismo sitio que ocupaba yo un momento antes. Su postura dejaba claro que no permitiría que nadie se acercase a las niñas. Juro que ese bicho era el hijo que nunca tuvimos.
Besé la fría frente de Berit por última vez. Saqué el anillo de boda de su mano inerte. Con movimientos casi mecánicos me quité la chaqueta y la tapé con ella. Me despedí con un suspiro y una lágrima que se arrastró por mi mejilla. No tenía tiempo para más. Esos bichos podían volver en cualquier momento y yo tenía que poner a salvo a mis hijas.
Al darme la vuelta me encontré con el grupo de chavales ya reunidos. Habían recogido a sus heridos y estaban cerca de mis niñas. Ellas estaban agarradas al pelaje de Wolf, como hacían en casa cuando algo las asustaba. Recogí mi linterna del suelo, la encendí y les seguí en silencio hasta el barracón.
De vuelta en el refugio pude ver cómo se organizaban. Parecían una maquinaria bien engrasada. Un par de los mayores, que según parece se habían quedado en el barracón, empezaban a atender a los heridos. Les limpiaban los cortes con desinfectante, aplicaban pomadas y ponían gasas y vendas.
Karin estaba muy callada y tan sólo se mantenía abrazada a Wolf. Enterraba la cara en el cuello peludo y sollozaba. Kristin miraba a todos lados. Seguía con la sartén en la mano. No parecía asustada, estaba alerta.
En las siguientes horas, las dos cayeron dormidas. Yo aproveché para hablar con algunos de los chicos mayores. Me explicaron que el mundo no era como había creído hasta ahora. Me dijeron que, para mi desgracia, había sido despertado a una realidad atroz. Me costó entender cómo estaban tan seguros de que lo sucedido no tendría ninguna repercusión en los medios. Me contaron que ya lo habían vivido antes. Que como mucho el periódico local escribiría una columna en la página cuatro. Hablaría sobre el desgraciado caso de una mujer atacada por un oso. Y poco más.
— Las personas normales no quieren creer que existen cosas como las que has visto hoy. — Dijo uno de ellos.
No me hablaron mucho sobre ellos. Apenas me contaron que eran huérfanos. Que eran como yo porque en su momento también se toparon con algún terror sobrenatural. Y que en aquel momento de alguna forma descubrieron que tenían capacidades, o poderes, o como quieras llamarlo. También me dijeron que al amanecer se habrían marchado.
Los meses siguientes fueron muy duros. Mis compañeros de la estación forestal de Frafjordheiane me transmitieron sus condolencias. Mis jefes me comunicaron poco después unos recortes de presupuesto que hacían innecesaria mi reincorporación. Me instalé con las niñas en casa de mis padres. Según pasó el verano me dí cuenta de que sin Berit y sin mi trabajo no estaba seguro de querer volver a Noruega.
Karin se volvió muy callada y se sobresaltaba por casi todo. Kristin se seguía comportando casi igual que siempre, excepto porque se había vuelto más agresiva y desconfiada.
A finales de verano aparecieron unos hombres en nuestra puerta. Tenían la típica pinta de agentes del gobierno de las películas. Querían hablar conmigo sobre lo sucedido en el bosque. “El desafortunado incidente en el que falleció su esposa”, lo llamaron.
Al principio estaba reticente. Seguía en duelo por los recuerdos y nervioso. Enseguida las preguntas que me hacían se fueron volviendo extrañas, hasta que fuí consciente de que esos dos tíos sabían acerca de lo que realmente sucedió.
Me hablaron sobre la compañía a la que representaban. Y me ofrecieron una entrevista de trabajo.